LO QUE ESTÁ DETRÁS DEL APOYO A PEDRO CASTILLO Y QUE LIMA
NO QUIERE ENTENDER,
FRANCESCA EMANUELE
WAYKA. - 20 Dic, 2022
Ni las promesas incumplidas ni los indicios de corrupción y ni siquiera el
intento de golpe de Estado han sido motivos para que muchos de los
simpatizantes de Castillo le den la espalda. El expresidente ha dejado de
representar las expectativas de cambio, pero aún simboliza —quizá hoy más que
nunca— la discriminación estructural en el Perú.
En Lima, las élites políticas, económicas e intelectuales están intrigadas.
Siguen buscando una explicación a la gran cantidad de peruanos y peruanas que
protestan para exigir la libertad de Pedro Castillo. Y un desconcierto más
grande les provoca el grupo menor que demanda la restitución del vacado
presidente.
Es entendible que las clases dominantes estén desorientadas. Llevan décadas
desvinculadas del resto del país. Transitan cómodamente por un notorio apartheid limeño,
reproduciendo dinámicas que acentúan su inclinación a deshumanizar a la clase
trabajadora e indígena del Perú. Resulta evidente, entonces, que sean
espectadoras incapaces de interpretar la realidad nacional.
Equivocación e
injurias
Para describir el respaldo a Castillo se han barajado teorías como la
filiación subversiva, el mercenarismo y la falta de capacidad intelectual. “Hay
pobladores que no tienen la información correcta”, dijo la conductora de Cuarto Poder, uno de los programas dominicales que
difundió las falsas denuncias de fraude electoral. Son “terroristas” y “vándalos”, sentenciaron
varios de los congresistas que impulsaron leyes anticonstitucionales solo con el fin de reducir el número
de votos requerido para destituir al exmandatario. “Son financiados por el
parlamentario Guillermo Bermejo”, sugirió el ministro de Defensa, quien ha desplegado al Ejército redoblando la violencia estatal contra las protestas. Los heridos y cada uno
de los 25 compatriotas asesinados por la policía son población de
escasos recursos, indígena o campesina.
Muchos de los aún hoy partidarios de Castillo carecen del abolengo o de los
títulos universitarios que ostentan la conductora del dominical, el ministro y
los congresistas antidemocráticos. Sin embargo, a diferencia de estos, ellos sí
descifran con académica sofisticación que la defensa del expresidente está
vinculada a su experiencia personal de discriminación y, sobre todo, a su
futuro. Olvidar que el trágico destino de Castillo está enlazado a las diversas
formas de racismo de las que han sido víctimas sería negar su propia historia
de opresión. Permitir la pulverización del símbolo de “maestro rural elegido
presidente” prevendría que otros peruanos de origen humilde y provinciano
intenten tal travesía. El temor a recibir el mismo trato alimentaría la
ausencia de políticos de origen humilde y provinciano. Y sin ellos será menos
probable romper con el centralismo limeño y con las condiciones de exclusión,
características del Perú moderno.
Las perspectivas de un futuro gris se suman a un intenso sentimiento de
empatía. Y es que durante su corta presidencia, Castillo estuvo sujeto a
diversas formas de estigma racial, desencadenando un “efecto espejo” en sus
simpatizantes. A él lo tildaron de burro, de “cholo de mierda”; y a su esposa la avergonzaron por su vestimenta y por su manera de hablar.
Poderosos instrumentos de persecución
Para los millones de peruanos y peruanas que votaron por él era natural
encontrarse en su reflejo, más aún cuando la oposición repetía la táctica
manida de ligarlo al fantasma de Sendero Luminoso. Las clases populares llevan
décadas siendo cruelmente demonizadas con ese argumento falaz. Por ello mismo,
los parlamentarios conservadores repitieron hasta la saciedad que Castillo era
“comunista”, acompañando estas afirmaciones con el correlato
de una supuesta membresía terrorista. Poco importaba que el presidente se
hubiera alejado tempranamente de un plan de gobierno progresista, dejando claro
que ni siquiera era un socialdemócrata. La oposición, en sus esfuerzos perennes
por deponerlo, organizó decenas de protestas con títulos como “La batalla final” o “Terrorismo nunca más”. Nombres que evocaban a
una guerra civil; un “nosotros contra ellos” que retumbaba entre las clases
marginadas. Base esa narrativa, eran los “ellos”, el enemigo.
La Justicia peruana jugó un papel clave en la campaña de vejación contra el
expresidente Castillo a través del lawfare, o la
judicialización de la política. Actuó con una celeridad inusitada, distinta a
su lentitud habitual. En particular, el comportamiento de la Fiscalía de la
Nación fue el menos discreto. Aunque amparada en indicios revestidos de
legalidad, mostraba evidentes tintes políticos. La fiscal Patricia Benavides entregó al Congreso
una acusación contra Castillo, sentando el primer precedente en la historia del Perú en el que la fiscal
de la Nación presentaba una denuncia constitucional contra un presidente en
funciones. Según Benavides, Castillo era el líder de una “organización criminal” dedicada a direccionar licitaciones de
obras públicas y a recibir sobornos a cambio de nombramientos en distintos
ministerios y en altos mandos de la Policía Nacional. Así se lo comunicó al
Perú entero, en medio de una insólita conferencia de prensa televisada, con la que la fiscal buscaba abiertamente
empujar la vacancia.
Quizá lo más duro de digerir para los votantes de Castillo haya sido el
escarnio que caracterizaron las diligencias judiciales. La Policía, por pedido
de la Fiscalía, allanó la vivienda de la hermana del expresidente, sin tomar en
cuenta que ahí se hallaba su anciana madre, convaleciente por una operación de apendicitis.
Tras el traumático evento, la progenitora tuvo que ser hospitalizada. Palacio de Gobierno también fue allanado, lo que
se convirtió en un hecho inaudito. No había sucedido ni durante las gestiones que
robaron decenas de millones de dólares, como la del
expresidente Alan García. Pero tal vez el ensañamiento más impactante fue
el que tuvo como protagonista a la hija de Castillo. Para ella, un juez ordenó dos años y medio de prisión preventiva. Las
imágenes de la joven encarcelada —sin sentencia— aparecieron en todos los medios, enviando un mensaje
inequívoco de humillación.
Cada semana aparecían noticias que degradaban más y más la investidura del
mandatario. Iban desde lo simbólico, como que un oficial le faltó el
respeto arrebatándole una espada durante una ceremonia militar,
hasta agravios que afectaban directamente sus funciones presidenciales. En ese
sentido, el Congreso fue vanguardista: votó impidiéndole acudir a la toma de mando de Gustavo Petro,
en Colombia. Era la primera vez que el Parlamento vetaba a un presidente de
ejercer la fundamental tarea de representar al Estado en el exterior. Sin
embargo, se convirtió en costumbre. Otros dos viajes le fueron rechazados. El último veto del
Congreso provocó que el presidente de México cancelara la cumbre de la Alianza del Pacífico
en son de protesta. Todo apuntaba a que la oposición congresal estaba conforme
con alterar el equilibrio de poderes o aprobar leyes ilegales para someter al
Ejecutivo; hasta conseguir derrocarlo. Y cuando triunfó, sus integrantes,
llenos de júbilo, inmortalizaron con selfies grupales el momento por el que habían trabajado
suciamente durante 17 meses.
Resistencia y convicción
Ante los ojos de los partidarios de Castillo, esta celebración
triunfalista, los insultos constantes, la obstrucción de las funciones
presidenciales, y las formas abusivas de aplicar figuras legales evidencian que
el Perú está atascado en un pasado oligarca. Hay una clase dominante que se
resiste a que las clases empobrecidas estén representadas en las esferas más
altas del poder. Ni llegando a ellas dejarían de ser tratados como seres
inferiores.
Hoy la Justicia y el Congreso del Perú continúan nutriendo este sentimiento
de menosprecio utilizando sus herramientas legales de forma arbitraria.
Castillo buscó romper la democracia anunciando un golpe, pero las instituciones supuestamente
democráticas que quedaron en pie vulneraron las normas para sancionarlo. El
Congreso lo despojó de su inmunidad en un proceso exprés, sin derecho a defensa. El Poder Judicial lo mantiene preso bajo
cargos inaplicables a su intentona golpista. Uno de ellos es el
de rebelión, por el que ni siquiera pudo ser procesado el
exdictador Alberto Fujimori, quien sí consumó su dictadura con tanques en las
calles.
Basta recapitular la historia reciente para desentrañar el porqué decenas
de miles de peruanos, habiendo apagado las ilusiones que un día depositaron en
Castillo, siguen aún a su lado. A los sentimientos de injusticia racista que
los identifica con el paso del expresidente por el Ejecutivo —y su actual
irregular encarcelamiento— se suma un sentimiento de orfandad por estructuras
ajenas de representación política. Miran alrededor y solo encuentran
instituciones controladas por autoridades que los desprecian y que hoy están
dispuestas a matarlos para mantener el statu quo. La
incapacidad de las élites para entender esta realidad solo corrobora que las
reivindicaciones de los manifestantes son las correctas. A lo mejor es
demasiado pedir que los artífices de esta tragedia dejen de malinterpretarla.
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